A veces, todo parece estar bien por fuera, pero por dentro hay una sensación difícil de explicar. En este texto hablo de eso que muchas mujeres sienten en silencio, aunque nadie lo note (ni ellas mismas).
Por fuera brillas, por dentro...¿qué?
¿Te suena algo de esto?
Tiene un trabajo que muchas envidiarían.Una casa luminosa.
Una pareja estable, hijos felices, una agenda sin huecos.
A simple vista, es una triunfadora.
Una de esas mujeres que el mundo pone de ejemplo cuando habla de éxito.
Y sin embargo…
Por las noches, cuando el ruido se apaga y ya no hay mails que responder ni metas que alcanzar, aparece algo difícil de nombrar.
No es tristeza.
Es una especie de desajuste, como si su vida siguiera en marcha… pero ella se hubiera quedado atrás.
Tener éxito no siempre significa estar bien.
A veces significa que has aprendido a funcionar incluso cuando ya no sientes nada.
Vivimos en una época que confunde vitalidad con productividad.
Donde correr se celebra más que descansar.
Donde la mujer fuerte, capaz, brillante —esa que inspira a todos— puede estar completamente desconectada de sí misma sin que nadie lo note (ni ella misma).
Porque el mundo te enseña a mantener el ritmo, no a escucharte.
A rendir, no a sentir.
Y así, un día te das cuenta de que todo lo que construiste —la carrera, la familia, el reconocimiento—
ya no te llena como antes.
Sigues avanzando, pero sin impulso.
Cumples, pero no disfrutas.
Vives, pero sin chispa.
Y ahí, en ese punto silencioso donde nadie mira, empieza otra historia:
la de aprender a volver a ti.
El espejismo del éxito: Cuando el logro se desconecta del placer.
A ti te dijeron que si te esforzabas, todo iría bien.
Y tú te lo tomaste en serio.
Tan en serio que lo conseguiste todo:
el trabajo, la estabilidad, la agenda llena, la casa que huele a velas caras y logros por todas partes.
Y sin embargo… hay algo raro.
Una especie de "vale, ¿y ahora qué?" que aparece justo después del "objetivo conseguido".
Como si tu vida hubiera sacado matrícula de honor, pero tú no hubieras ido a recoger el diploma.
Lo tienes todo, pero a veces parece que te faltas tú.
Durante años, la palabra éxito fue tu brújula.
Te llevó lejos, sí, pero también un poco lejos de ti misma.
Porque nadie te explicó que hacerlo todo bien y sentirse bien no siempre son lo mismo.
El mundo te aplaude por ser eficiente, no por estar en paz.
Te da likes por correr, no por parar.
Así que sigues funcionando —perfectamente, además—
mientras algo dentro susurra:
“¿Esto era la felicidad o me he perdido un capítulo?”
A veces lo notas en detalles mínimos:
el bostezo antes de una reunión,
la sonrisa automática de “todo bien” cuando no lo está,
esa copa de vino que sabe más a escapatoria que a celebración.
No estás rota.
Solo te desconectaste del placer de estar viva.
Y ahora toca recordarlo:
Que el éxito sin disfrute es solo más trabajo.
Que no viniste a funcionar, viniste a sentir.
Quizá no te falta nada, solo te sobra esfuerzo.
Has empujado tanto, que te olvidaste de sentir la brisa.
Y claro, cuando llevas años corriendo con el viento en contra, el silencio se siente raro.
Pero ahí empieza lo interesante:
cuando dejas de correr y te atreves a quedarte quieta.
Ahí es donde aparece algo que no se compra, no se mide, no se publica.
Algo que —si tuvieras que ponerle nombre—
se parecería mucho a volver a ti.
Te invito a ver mi MasterClass: Los 3 pasos para dejar de sentirte agotada y volver a ti misma.
👉 En Awenka acompaño a mujeres líderes como tú a transformar el agotamiento invisible en energía real.
Mira este Vídeo de 10 minutos y da tu primer paso para volver a disfrutar tu éxito.
¡Quiero verlo!No es actitud, es coherencia.
Te sabes el guión:
piensa en positivo, sé agradecida, mantén la actitud.
Y tú lo has hecho.
Con disciplina, con sonrisa, con buena letra.
Has puesto tu mejor cara incluso en días en los que habrías pagado por desaparecer en el sofá con un bol gigante de cereales.
Pero hay algo que no te dijeron:
No puedes compensar una incoherencia con una buena actitud.
Puedes maquillarla, taparla, disimularla… pero se nota.
En el cuerpo, en la voz, en la mirada cansada al cerrar el portátil.
No se trata de tener siempre buena energía.
Se trata de no vivir peleada contigo.
Lo que agota no es lo que haces.
Es hacer cosas que ya no resuenan contigo y fingir que sí.
Es decirte que estás bien cuando no lo estás.
Es sostener papeles que hace tiempo dejaron de tener sentido.
Esa brecha —entre lo que sientes y lo que muestras—
es lo que drena.
No el trabajo.
No los niños.
No la agenda.
La brecha.
Porque sostener dos versiones de ti misma cansa más que cualquier jornada laboral.
Y no hace falta quemarlo todo ni mudarse a Bali para cerrarla.
Solo algo más valiente:
decirte la verdad.
Aunque duela.
Aunque desordene.
Aunque no sepas qué viene después.
La coherencia empieza ahí:
cuando dejas de interpretarte y vuelves a ser tú.
Y ¿Quién eras antes de convertirte en “la que todo lo puede”?
Haz una pausa.
No para pensar.
Para recordar.
¿Quién eras cuando no había metas ni listas de tareas?
Cuando soñabas sin preguntarte si era útil, rentable o maduro.
Cuando te daba igual el tiempo y solo querías cantar, correr, pintar, inventar, imaginar.
¿Te acuerdas?
Esa versión tuya que no necesitaba tanto para sentirse completa.
Que no llevaba reloj, ni expectativas, ni un Excel mental de pendientes.
Solo ganas.
Y vida.
A veces, el problema no es que te hayas perdido.
Es que dejaste de ser la que soñaba con encontrarse.
Quizá la niña que fuiste no soñaba con liderar equipos,
ni con responder veinte correos antes del café,
ni con vivir con la sensación constante de tener que demostrar algo.
Quizá soñaba con libertad.
Con alegría sencilla.
Con tener tiempo para mirar las nubes sin sentirse culpable.
Y no se trata de volver a esa ingenuidad.
Se trata de reconectar con esa parte tuya que sabía disfrutar sin currículum ni logros.
Porque cuando olvidas lo que te movía de verdad,
acabas viviendo en automático dentro de una vida que ya no se parece a ti.
Tal vez por eso sientes esa incomodidad silenciosa.
No es debilidad.
Es nostalgia de autenticidad.
La incomodidad como brújula (aunque moleste)
Esa sensación que llevas tiempo intentando callar —
el “no sé qué me pasa”,
el “no debería quejarme”,
el “tengo de todo, pero algo me falta”—
no es un fallo.
Es un aviso.
La incomodidad aparece cuando tu vida empieza a quedarte pequeña,
como un vestido que fue precioso un día,
pero ahora te aprieta justo donde has crecido.
Y sí, al principio molesta.
Tú solo querías sentirte bien,
no replantearte la existencia en medio del trimestre.
Pero esa es la función del malestar:
hacerte parar cuando tú no paras sola.
La incomodidad no llega a castigarte.
Llega a devolverte la honestidad.
Durante años creíste que cambiar era fallar.
Que si lo habías elegido, tenías que mantenerlo.
Que dudar era ingratitud.
Pero lo único ingrato es seguir viviendo versiones antiguas de ti por miedo a desordenarlo todo.
Tal vez la vida no se te está cayendo.
Tal vez solo se está reajustando a quien te estás convirtiendo.
La pregunta no es:
“¿Por qué me siento así?”
sino:
“¿Qué parte de mí está pidiendo espacio para respirar?”
A veces el principio del cambio no se parece a una revelación
A veces empieza con un leve fastidio:
un domingo que se siente raro,
una conversación que ya no disfrutas,
un logro que no te emociona.
Y ahí es donde empieza el movimiento.
No con fuegos artificiales,
sino con una verdad pequeña que se atreve a decir:
“esto ya no me sirve.”
El verdadero éxito: el que se siente
Te enseñaron que si trabajabas duro, todo iría bien.
Y lo hiciste.
Cumpliste cada paso, marcaste todas las casillas.
Pero llega un momento en que bien ya no basta.
Porque puedes tenerlo todo y no sentir nada.
Puedes cumplir el plan… y no reconocerte en lo que has creado.
El éxito que se ve impresiona.
El que se siente, sostiene.
El primero vive en la agenda y en los aplausos.
El segundo, en la paz de cuando nadie te mira.
Y cuando hay distancia entre los dos, se nota.
No como un drama.
Como un ruido de fondo:
Ese “no sé qué me pasa”,
ese cansancio que no se quita durmiendo,
esa falta de aire sin explicación.
Quizá no te falte nada.
Quizá solo dejaste de escucharte en medio de tanto hacer.
El éxito real no se mide por lo que logras,
sino por lo que todavía disfrutas al vivirlo.
Cuando el cuerpo habla lo que la mente calla
A veces el cuerpo se queja antes de que tú entiendas por qué.
No grita: susurra.
Cansancio que no se va,
sueño que no descansa,
dolores sin causa aparente.
No está intentando sabotearte.
Está intentando avisarte.
Porque mientras la mente puede fingir entusiasmo,
el cuerpo no sabe mentir.
Todo lo que no dices con palabras, él lo traduce en sensaciones.
Y cuando llevas demasiado tiempo sosteniendo una vida que no sientes,
el cuerpo se convierte en mensajero:
te pide pausas, espacio, verdad.
No es fragilidad.
Es precisión.
Es la parte más sabia de ti diciendo:
así no quiero seguir.
Y si aprendes a escucharlo —sin prisa, sin culpa—,
descubres que el cuerpo no te está fallando.
Te está mostrando el camino de vuelta a ti.
Lo que no se ve, también se nota
Hay lugares donde entras y respiras paz.
Y otros donde el aire pesa, sin saber por qué.
No ha cambiado la luz ni la temperatura,
pero algo en ti lo percibe.
Esa misma sensibilidad está activa todo el tiempo.
Solo que te acostumbraste a ignorarla.
No la enseñan en los colegios, ni se mide con títulos.
Pero es la parte más fina de tu percepción:
la que capta el clima invisible de las cosas.
Pasa también con las personas.
Hay quien te deja tranquila solo con estar.
Y hay quien, sin decir una palabra, te agota.
Eso que sientes no es imaginación.
Es información.
Porque todo lo que pensamos, sentimos o callamos… se mueve.
Y ese movimiento crea atmósferas, presencias.
Algunos lo llaman energía. Otros, simplemente "ambiente".
El nombre da igual.
Lo importante es saber que tú también eres eso que se nota.
Y cuando llevas tiempo desconectada de ti,
tu propia atmósfera se vuelve densa.
No porque hayas hecho algo mal,
sino porque dejaste de estar presente en tu propio espacio.
Volver a casa (aunque nadie lo note)
Hay lugares donde entras y respiras paz.
Y otros donde el aire pesa, sin saber por qué.
No ha cambiado la luz ni la temperatura,
pero algo en ti lo percibe.
Esa misma sensibilidad está activa todo el tiempo.
Solo que te acostumbraste a ignorarla.
No la enseñan en los colegios, ni se mide con títulos.
Pero es la parte más fina de tu percepción:
la que capta el clima invisible de las cosas.
Pasa también con las personas.
Hay quien te deja tranquila solo con estar.
Y hay quien, sin decir una palabra, te agota.
Eso que sientes no es imaginación.
Es información.
Porque todo lo que pensamos, sentimos o callamos… se mueve.
Y ese movimiento crea atmósferas, presencias.
Algunos lo llaman energía. Otros, simplemente "ambiente".
El nombre da igual.
Lo importante es saber que tú también eres eso que se nota.
Y cuando llevas tiempo desconectada de ti,
tu propia atmósfera se vuelve densa.
No porque hayas hecho algo mal,
sino porque dejaste de estar presente en tu propio espacio.
Volver a casa (aunque nadie lo note)
Hay lugares donde entras y respiras paz.
Y otros donde el aire pesa, sin saber por qué.
No ha cambiado la luz ni la temperatura,
pero algo en ti lo percibe.
Esa misma sensibilidad está activa todo el tiempo.
Solo que te acostumbraste a ignorarla.
No la enseñan en los colegios, ni se mide con títulos.
Pero es la parte más fina de tu percepción:
la que capta el clima invisible de las cosas.
Pasa también con las personas.
Hay quien te deja tranquila solo con estar.
Y hay quien, sin decir una palabra, te agota.
Eso que sientes no es imaginación.
Es información.
Porque todo lo que pensamos, sentimos o callamos… se mueve.
Y ese movimiento crea atmósferas, presencias.
Algunos lo llaman energía. Otros, simplemente "ambiente".
El nombre da igual.
Lo importante es saber que tú también eres eso que se nota.
Y cuando llevas tiempo desconectada de ti,
tu propia atmósfera se vuelve densa.
No porque hayas hecho algo mal,
sino porque dejaste de estar presente en tu propio espacio.